Entre 1940 y 1948 nace el teatro moderno, se funda ADADEL (Academia de Arte Dramático de la Escuela Libre de La Habana) y ADAD, el grupo Prometeo y la revista teatral de ese nombre; Flora Díaz Parrado escribe El velorio de Pura, Carlos Felipe El chino y Virgilio Piñera, Electra Garrigó, con cuya puesta en escena, de Francisco Morín, La Habana vive su “escandalito” y su mito. En materia de estudios teatrales, Juan José Arrom publica su Historia de la literatura dramática cubana, Yale University Press, 1944. De ahí, en un salto mortal, llegamos a Natividad González Freire, con su tesis universitaria, puntual y enterada, que ha probado con el tiempo su inmensa utilidad al leer y anotar manuscritos que el tiempo y la desidia han maltratado o perdido. Eduardo Robreño publica su Historia del teatro popular cubano, entonces un coto aparte. Mientras estos libros fundan, la antología más popular de los 50, de Cid y Martí, no solo excluye a Piñera, sino selecciona autores mediocres, olvidados a pesar de su inclusión. Ninguna antología es definitiva.
Y llega el largo periodo entre 1959 y 1975 en el cual la mayoría de los nuevos críticos se volcó al presente, a publicar a los novísimos de entonces, ensayar obras de las que existía solo un primer acto o se hallaban guardadas en las gavetas, identificar el “nuevo rostro” del teatro cubano, los textos recientes, en operación magnífica, que crea o fabrica la «eclosión» de los sesenta y alcanza su crónica definitiva: En primera persona de Rine Leal.
En el camino, nuevos olvidos. El de la generación anterior, obras, autores y directores que quedaron atrás por «viejos» y vencidos, teatro excluido no solo porque sus muchos de sus hacedores salieron del país. Se fueron y se colocó una nota al pie. Las afirmaciones binarias se entronizan: Entre ellas, máscara-rostro, coturno-chancleta, conflictividad-banalización, antropología-sociología, Stanislavski-Brecht, conformismo-resistencia, melodrama-realismo chancletero, teatro de sala y teatro de realización, teatro nuevo vs. viejo. Rine Leal no llega a historiar el periodo que más conoce y hubiese sido imprescindible, como los tomos anteriores de La selva oscura. En su lugar hay una esquemática Breve historia... y decenas de textos dispersos de muchos autores (Pogolotti, Arrufat, Casey, Escarpanter, Carrió, Muguercia, del Pino) y la obra monumental de Matías Montes Huidobro en Cuba detrás del telón.
Cada antología responde a un contexto. Y la de Fundora se sitúa entre los libros de fundación aunque destruya concepciones sagradas o lecturas previas, como si quisiera decir, no hay una sola manera de leer el teatro. Estoy con Anne Ubersfeld: el espectador-lector completa los “agujeros”, la porosidad de los textos. El Sinsonte de la Enramada de La isla de las cotorras de Federico Villoch (1923) reacciona contra la intolerancia cuando suena una sonora y carcajeante trompetilla. Pero el blanco de Villoch no es la poesía (que también cultivó) ni siquiera el sujeto queer sino los profesores-papagayos, la retórica política, en medio de la violencia de los años veinte y la lucha por recuperar una pequeña isla al sur de Batabanó. Azuquita contesta ¡qué pájaro más melodioso! ¿Incorporó el actor una intención despectiva?
González Curquejo. Antonio. Breve ojeada sobre el teatro cubano a través de un siglo. (1820-1920). La Habana: [¿]1923.
González Freire, Natividad. Teatro cubano contemporáneo (1927-1961). La Habana: Ministerio de Relaciones Exteriores,1961.
Cid Pérez, José. “El teatro en Cuba republicana”. Teatro cubano contemporáneo. Dolores Martí y José Cid, editores. Madrid: Aguilar, 1962. 15-38.
2.
27 textos, autores muertos y vivos, archiconocidos y desconocidos, que han circulado en selecciones anteriores y/o se estrenan en esta, escritas en inglés y en español, importantes y secundarias, buenas y malas, ninguna más cercana que El velorio de Pura de Flora Díaz Parrado. Ernesto Fundora escarba en su misterio a partir de una lectura sobresaliente de las acotaciones y su relación con el intrépido diálogo. Una idea similar leí en "Las dos hermanas" de Graziella Pogolotti como si a una «garzona» correspondiese a un amor otro. Escribe:
"Su pareja lésbica la ha traicionado con un hombre, bobo por más señas. La acción desesperada intenta en vano dejar una marca de culpabilidad sobre los defensores de la moral dominante. La vida sigue su curso. El velorio es un espacio público de negación para afianzar intereses creados. La palabrería insustancial distrae y precipita en el olvido la imagen dramática de la muerte inútil de Pura: su suicidio en la horca, ha caído en el vacío."
Es una tesis parecida a la de Pedro Monge Rafuls: el amor de Flora no es el bobo, sino Juana, que la llora en el velorio. Por su actitud y lo dicho por la hermana y las vecinas, se sabe que es negra, lesbiana o bisexual.
También el trapecista Eloy, de Luis Manuel Ruiz en La comedia de la vida, premio del Ministerio de Educación 1944, escribe González Freire "sufre porque se encuentra imposibilitado de acceder al amor de Colombina y dominar su condición de invertido sexual". Los cuarenta, aunque no lo parezca, fueron más permisivos.
Impecable el analísis del crítico como director de una puesta imaginaria, quien confirma (indicio de Bárbara Rivero), un estreno de El velorio… en 1962, en la sala Talía, dirigido por Sergio Prieto, de acuerdo a los papeles de Roberto Gacio. ¿Por qué no preguntarle a Gacio quién era el bobo en este montaje? ¿Era o no el amor de Purita, tan recatada?
"Las dos hermanas" en la página web del Centro Alejo Carpentier en ¿2014?
La tesis de Monge Rafuls en Celebrando a Virgilio. Tomo I. pp. 217-234.
(Continuará...)
No comments:
Post a Comment